Jose Manuel Rojo

Bright Lights, Big City. Luces de Gamonal y derecho a la ciudad

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De un tiempo a esta parte parece que la ciudad ya no es ni quiere ser la que era, mejor dicho, la que querían que fuera. Esa neociudad de la megalópolis y la conurbación, esa urbe-nodo conectada a la telaraña electrificada del urbanismo global, donde la miseria es tan aguda que ni entre todas las concertinas y antidisturbios del rey se logra esconder, la realidad tan anodina que hay que aumentarla con lentes opacas donde giran datos y gráficas, y la vida tan aislada y vacía que las drogas de la hipnosis y del embrutecimiento, legales e ilegales, químicas y digitales, son la mercancía con más éxito entre todas; esa Consumópolis[1], estridente logo piloto de un siglo planificado para que la mayoría de la población mundial sobreviva en el paisaje asfixiado de la anticiudad, pues así como las células del cáncer replican y destruyen la célula sana del órgano que repueblan con su veneno, la apoteosis de la copia urbanita exige el sacrificio de la urbe original, de su naturaleza y espíritu, de sus cualidades y de sus promesas, recicladas como detritus ideológico que la propaganda retransmite con sus mil pantallas para legitimar la artificialidad de un modo de vida cuya modernidad y perfección se impone por el simple hecho de ser el único posible. En efecto, la destrucción de la ciudad primigenia, con todas sus contradicciones y defectos, injusticias y tensiones, pero también con toda su utopía y toda su verdad de espacio compartido y heteróclito del que nace y se fortalece la experiencia de la libertad y el deseo de comunidad, la potencia del conflicto y el enigma del encuentro, el humus de la cultura y el estallido de la poesía, es tan necesaria como la destrucción del territorio rural y natural que la rodea y enmarca, y tiene como consecuencia la proliferación nuclear de decorados urbanos intercambiables donde las marcas y las franquicias son el único signo de una identidad idéntica en todas partes y en ninguna. Sólo de esta forma impersonal y a ese precio de amnesia, por otra parte, podría surgir el ser desarraigado que tanto ansía la economía para que migre de un no-lugar a otro y de una no-ciudad a otra, liberado del lastre emocional que impide la correcta circulación del trabajo y el consumo. Y es que cuando la ciudad existe, existen y crecen también sus raíces, y hay flores de asfalto que pueden brotar y arraigarse en el corazón tan fuertemente como la flor de la landa que tanto amaban Chateubriand y Breton, como bien saben los exiliados madrileños de 1939 o de 2014 que siguieron y siguen, a pesar de todo, soñando con su ciudad perdida.

Y sin embargo, la ciudad se resiste a morir sin decir una última palabra, y la ciudad como la noche se mueve, y se pone en marcha, y al marchar se reencuentra con aquel hilo rojo y negro de su memoria que no cesaremos de invocar, por si ese susurro de añoranza y de rabia pudiera encender una mecha que desearíamos eterna. Porque en efecto, las ciudades ya no son lo que eran, y desde aquel 2011 en el que aprendimos árabe para decir libertad, ha sido entre sus calles y plazas donde la revuelta ha recuperado su pulso, revitalizando luchas y formas de luchar e inventando otras nuevas, con la asamblea y el diálogo libre como eje fundamental, y la solidaridad, la espontaneidad y la acción directa como mejores armas. Por otro lado, y aunque es evidente que los motivos, reivindicaciones, procesos, manipulaciones, desenlaces, éxitos y fracasos son muy distintos en las revueltas de El Cairo, Madrid, Atenas, Londres, New York u Oakland, no lo es menos que en todas ellas, de forma más o menos manifiesta o latente, ha estado también presente la cuestión a vida o a muerte de la ciudad como problema, bajo su actual forma leprosa y elefantiásica, y como solución, bajo el anhelo testarudo de realizar lo que pudo y no le dejaron nunca ser. Quizás por esta razón, la revuelta ha sabido unir tan bien símbolo y realidad simbolizada, al encarnarse en una plaza, Tahir, Sol, Syntagma u Oscar Grant, convertidas en el corazón insumiso que latía y bombeaba la sangre insurrecta por toda la ciudad, al igual que por las venas de sus calles corría el torrente de glóbulos rojos y blancos de sus habitantes a defender esas mismas plazas que el poder pretendía desalojar. 

Este doble carácter de símbolo afectivo de la lucha de y por la ciudad se está planteando, quizás con aún más claridad, en la nueva oleada de conflictos que han  sucedido a la (por ahora) malograda Primavera Árabe, como sin duda preceden a otras parecidas en un baile que no tiene ni puede tener fin, mientras no cese la música diabólica que nos empuja a salir a la pista para colgar al dj de la mercancía. Así por ejemplo, fueron la destrucción de un parque emblemático de Estambul para construir otra abominación en forma de shopping, y el marasmo del transporte público que afecta a los trabajadores de la nuevas y viejas clases medias y proletarias aparcadas en los suburbios, los respectivos detonantes de los estallidos de la Plaza Taksim en Estambul o el Movimiento Passe Livre en Brasil, confirmando la observación de Anselm Jappe de que la llaga del urbanismo capitalista, ya diagnosticada por los situacionistas, sigue más candente y dolorosa que nunca, al poner en el centro de las luchas sociales “la oposición a la reestructuración autoritaria y mercantil del espacio urbano y a la desaparición de los lugares públicos y de los intercambios directos entre los individuos en los espacios que esos lugares permiten”[2]. Esta longitud de onda, que también ha vibrado en otras luchas brasileñas contra la especulación inmobiliaria, como el Movimiento Parque Augusta en  Sao Paulo o el Movimiento Salve o Cocó en Fortaleza, en pie de guerra para salvar los parques del mismo nombre, o en el levantamiento de Hamburgo contra el desalojo del centro social Rote Flora a mayor gloria de la inversión privada y de la gentrificación del barrio de Schanzenviertel, es la que sin duda sintonizó el barrio burgalés de Gamonal a través de la radio del estallido glocal que está rompiendo los siete velos del aislamiento y de la sumisión[3], para que, como pensaba y quería Élisée Reclus, la ciudad siga siendo esa reunión de hombres y mujeres libres donde brotan las nuevas ideas, y estallan las revoluciones.

Como es bien sabido y mejor celebrado, la chispa que prendió Gamonal en enero de este año fue el comienzo de la construcción de un bulevar de último diseño, “como los de la capital”, ecológica y ciclísticamente correcto, horrible como un estúpido power point del arquitecto estrella cuya luz macilenta burbujea y se funde en un falso techo de ladrillo, y tan tentador como una manzana envenenada, que sin embargo los vecinos rechazaron de la mejor y más contundente manera posible. No es necesario tampoco insistir sobre el carácter ejemplar de la revuelta, en la que las asambleas diarias fueron hogar y motor, y donde las manifestaciones y concentraciones pacíficas daban paso al uso de la fuerza de los más jóvenes o de los más airados, sin que los vecinos más pacíficos (o más mayores) se desdijeran de su apoyo, como demuestran las caceroladas en los balcones mientras ardía la batalla callejera, la solidaridad con las cajas de resistencia para pagar a los abogados y el apoyo emocional a las familias afectadas por la represión[4], la exigencia gallarda de la “libertad sin cargos de todos los detenidos” y la expulsión de los antidisturbios y del “Estado policial de Burgos”. Son igualmente conocidos las causas del rechazo, como el disparate de un gasto innecesario cuando el paro arrecia y las guarderías y bibliotecas municipales se cierran, la privatización del espacio de aparcamiento, la certeza tan bien fundada de la corrupción inmobiliaria que beneficiaría una vez más al “Jefe de Burgos”, o el consabido mar de fondo de la crisis. Pero junto a estos motivos, habría que añadir quizás otro que pertenece al orden del sentimiento y de la pasión, aunque sean sentimiento encontrado y pasión herida: la alarma ante la destrucción decretada desde arriba del paisaje cotidiano, seguramente no muy hermoso ni equilibrado pues Gamonal es otro ejemplo del desarrollismo franquista con todas sus carencias, para empezar la dudosa cimentación de sus edificios, pero paisaje cotidiano al fin. Espacio obrero que desprecia el poder y difaman los medios de comunicación como cubil pavoroso de pobreza, vulgaridad y violencia, y sin embargo escenario de sus vidas con el que se produce una identificación afectiva, a pesar de sus defectos, porque es humanizado por sus vecinos en tanto que seres humanos capaces de sentir, amar, reír, soñar…y odiar y combatir. Parecerá todo lo extraño y aberrante que se quiera a quien quiera parecérselo, pero eso se llama orgullo de barrio, y lleva a defender la calle de tu niñez igual que cuando esa defensa es imposible, o la desesperación ciega toda las salidas, empuja a destruirlo en la hoguera de la ira como sucede en las banlieus francesas.

Sin duda que este “penoso orgullo de paria en el que se refugian sus vecinos”, como ladra ofendido el infame El Correo de Burgos, seguramente porque lo creía ya suprimido por los paredones del franquismo y los centros comerciales de la democracia[5], ha sufrido el desgaste más que conocido de la descomposición de la clase obrera, el urbanismo disciplinario y la mercantilización de las relaciones sociales, pero la experiencia de Gamonal indicaría que no ha desaparecido del todo. Se podrá argüir al respecto que este caso es una excepción a la regla, que solo puede comprenderse por su historia peculiar de pueblo independiente que siempre se negó a integrarse en el municipio de Burgos,  por el sedimento de las viejas luchas obreras de los años 60 y 70 que por alguna extraña razón es allí inextinguible mientras en otros barrios parecidos se habría perdido sin remedio, por sus lazos con el entorno campesino, o por lo que se quiera, argumentos que podrán ser tan indiscutibles como poco o nada únicos ni intransferibles. Como decía un vecino de Gamonal, “es el típico barrio obrero que puede haber en cualquier ciudad”, y en efecto, sea el valenciano El Cabañal, sea el madrileño Carabanchel, sea la sevillana Plaza de las Cadenas, prácticamente todo barrio, incluso el que parece más anodino excepto las conurbaciones esquizofrénicas que ha sembrado el turbocapitalismo en los últimos años, tiene su propia historia, sus propias razones y su propios mitos por los que vale la pena luchar, y vecinos dispuestos a alistarse en esa lucha. Otra cosa es que tales combates respondan a causas tan distintas que pasen por no tener nada en común a un observador distraído, incluso que unas estén más que justificadas mientras que otras caerían en el descrédito del ciudadanismo, la banalidad o hasta el reflejo reaccionario. Y es verdad que es imposible comparar la resistencia de un barrio como El Cabañal por su simple supervivencia amenazada por la alcaldesa coleccionista de bolsos y sonrisas huecas, con el rechazo de los parquímetros en Carabanchel (tan análogo al estallido de Gamonal), o el desagrado indignado por el proyecto de cambio de nombre de los vecinos de la Plaza de las Cadenas, si no fuera por esa topofilia que está también detrás de estas protestas, sin entrar ahora si esta es o no un rasgo característico de la relación europea con la ciudad que no habría sido todavía laminado por la topofobia y el desapego volátil de la civilinsanity económica, como sucede en los EE.UU., donde se abandona a su suerte a las metrópolis caídas en desgracia como Detroit[6]. Pero hay veces que ese amor imposible, ese amor no correspondido, ese amor absurdo, que hasta se avergüenza de sí mismo, por el lugar en el que se vive y malvive, es el que activa y reactiva y resucita y hasta inventa, si fuera necesario, el sentimiento y la comunidad de barrio cuando el barrio está corre peligro. Especialmente si además las otras condiciones que nos rodean y asedian hacen tal respuesta más imperiosa y urgente, aclarando de paso las maniobras ocultas y la corrupción que amenazan la ciudad.

 En efecto, esta actitud es tanto más acertada en cuanto no es que se intuya, sino que se sabe que las reformas bienintencionadas para “modernizar”, “dignificar”, “poner en valor”, o “rehabilitar” el paisaje de las barriadas obreras o los barrios históricos degradados, es verdad que tantas veces opresivo y alienante, es siempre y en todo lugar una excusa hipócrita para desplegar las reformas urbanísticas al servicio del capital, de sus objetivos y necesidades, y no las de sus habitantes. Así por ejemplo, quién en su sano juicio podría oponerse a la peatonalización de las calles paralizadas por el atasco diario, quién no desearía limitar la invasión del automóvil y devolver la ciudad al peatón, propuestas llenas de sentido común progresista y libres de toda sospecha…hasta que la experiencia demuestra que allí donde el coche desaparece o escasea, llega el rebaño de turistas extranjeros e indígenas, se multiplica el comercio de idioteces que nada tiene que ver con las necesidades cotidianas, se encarece el suelo y la bolsa de la compra, se produce el éxodo de los vecinos más débiles y, en fin, galopa desbocado el caballo de Troya de la gentrificación que desfigurará el barrio aún más que todo el tráfico rodado de la M-30. Entiéndase que no alimentamos ninguna peregrina pasión por el automóvil privado como medio de transporte, ni por su mitología compensatoria de las miserias reales que arrastra la vida, lacra espantosa de la que ya se ha dicho prácticamente todo. Solo nos gustaría observar cómo un aspecto aparentemente reaccionario, y que en gran parte efectivamente lo es, el preferir a un bulevar “con carril bici” una calle con mucho tráfico donde al menos se pueda aparcar gratis, supone un rasgo más de la confusión de una época atroz en la que su impugnación debe buscarse a sí misma, por un camino en el que se mezclan e incorporan fragmentos de verdad y de falsedad. En tal lucha a veces la defensa de lo a priori indefendible, que una calle llena de coches y humo siga como está, oculta y engendra otros motivos más puros y ardientes, más allá de que su reforma se rechace también por las justas razones ya apuntadas, la corrupción, el autoritarismo despótico y señorial, el hartazgo del expolio económico: más allá de todo este contenido manifiesto de la injusticia que ya no se puede soportar, está la defensa todavía latente al derecho a la ciudad aun bajo esa luz paradójica, el derecho a la vida en común, y al poder soberano, autónomo y verdaderamente democrático de discusión y decisión en todo lo que a esa ciudad y esa vida atañen.

Pero para que se plantee la reivindicación de tal derecho, y se organice esa lucha, habría que conceder la pervivencia siquiera fragmentaria, siquiera en la memoria, siquiera en el deseo, de lo que fue la comunidad urbana, y de lo que muchos de sus hijos soñaron que algún día fuera. A este respecto, es necesario destacar que el sistema de turnos de aparcamiento que habían organizado desde siempre los vecinos de Gamonal, que consistía en aparcar por la noche en doble fila sin echar el freno de mano para que el vecino que madrugara antes pudiera mover el coche que le estorba sin molestar a su dueño, implica una demostración de confianza en el semejante sencillamente inconcebible para algunos civilizados y bobos bobos que tanto han criticado a estos primarios y retrasados vecinos demodés “enemigos de la bicicleta”. Sin duda, esta confianza no sólo indica la resistencia de ciertos lazos comunitarios no deshechos del todo por la apisonadora del egoísmo, la indiferencia y el sálvese quien pueda, sino que ha impulsado la lucha común de Gamonal hasta poner contra las cuerdas a todo un alcalde de ese PP imperial, indiferente de mareas y marchas, y alérgico a la negociación más trivial y a la cesión más mínima. Pero siendo mucho, casi un mundo, esto no basta. Sería necesario que esa primera victoria, en Gamonal y en todas partes, consolide con todas sus consecuencias, como así prometen y desean tantos vecinos, una comunidad permanente que anule esa vida amarga a la que ya muchos no quieren volver, pues como preguntaba un inspirado vecino en una asamblea, “¿de verdad queremos volver a nuestras vidas amargas de hace unos días, esos días en los que nos veíamos como desconocidos? ¿O queremos crear algo fuerte?”[7].

Esa vida fuerte que se quiere reconocer en el derecho a la ciudad, por último, pasa así mismo porque comprendamos todos, y no precisamente sólo los vecinos de Gamonal, que es necesario romper con el automóvil y su apocalipsis motorizado[8], y con aquello que no es la ciudad, que nunca lo ha sido. El urbanismo, el urbanismo capitalista que es el único existente, tiene que dejar de ser sinónimo de ciudad[9], igual que desurbanización y restauración de la vida rural no significa lo contrario de la misma, sino la condición material y ecológica imprescindible para su cumplimiento histórico en su verdadera esencia y por su propio dinamismo autónomo. Todo el ladrillo que sobra, toda la excrecencia faraónica tendrá que ser desmontada y cauterizada, como el trabajo asalariado, el consumismo de espejismos y sucedáneos, el corsé tecnológico y el látigo del poder, que pertenecen al mismo orden podrido de cosas muertas, ya que efectivamente “en la comunidad vecinal cristaliza la auténtica naturaleza social del ser humano, pero ésta sólo puede realizarse plenamente en ausencia del capitalismo y del Estado”[10]. Al igual que en el caso del Movimiento Passe Livre, donde como advierte Michael Löwy la crítica del automóvil es todavía insuficiente, cuando “lo que está en juego no es solo el precio del billete de autobús o de metro, sino otro modo de vida urbana, sencillamente, otro modo de vida[11], la lucha de Gamonal no fue, no puede ser, no quiere ser por un bulevar, sino por vivir sin torniquetes económicos, políticos, físicos, mentales, sensibles. Y esta lucha sí es la nuestra.

[1] Este es el expresivo nombre que el Instituto Nacional de Consumo ha elegido para un “juego virtual cuyo objetivo es sensibilizar a los escolares sobre la importancia que tienen sus decisiones como consumidores en la adquisición de bienes y en la utilización de servicios”. Por si fuera poco, la edición de 2013 se sazonó con “el lema ‘Entrénate bien para el consumo responsable’, con el que se ha pretendido hacer reflexionar a los escolares sobre los valores del deporte”, y “una nueva actividad, denominada ‘Consuquizz’, cuyo objetivo es la elección del alcalde de la ciudad virtual de ‘Consumópolis’, un juego virtual que consiste en una competición en directo con otros jugadores para participar en las elecciones de la alcaldía” (http://ecodiario.eleconomista.es/interstitial/volver/acimar/sociedad/noticias/5291879/11/13/Mas-de-9000-escolares-participan-en-el-concurso-Consumopolis-de-fomento-del-consumo-responsable.html#Kku8vfo7IXfPPxWy). Bienvenidos a Gotham, perdón, a Matrix …

[2] “Luta nas ruas contra o espetáculo?”, Rebeca nº 3, 2013, http://www.socine.org.br/rebeca/fora.asp?C%F3digo=143.

[3] Así lo confirma la reacción inmediata de las otras estaciones cuando Radio Gamonal empezó a emitir alto y claro, con pintadas en Estambul proclamando #DirenGamonal (“Gamonal Resiste”, en alusión a #DirenGezi) y manifestaciones espontáneas en toda Europa, por no hablar de las gozosas reverberaciones captadas y emitidas de nuevo al éter de la subversión en el Estado español. Como decía el manifiesto de la manifestación de Praga, “¡es por Gamonal, por tu ciudad, por los tuyos, por el pueblo! Tenemos que continuar, las élites políticas y económicas tienen que darse cuenta de que no vamos a parar aquí, no vamos a renunciar, no somos sus esclavos. No viviremos como esclavos”. This is Radio Clash

[4] Como relataba un periodista más noble de lo normal, el grito de angustia de una madre por la detención de su hijo fue inmediatamente escuchado por sus vecinos: “¡No te preocupes! ¡Entre todos lo sacaremos! ¡Ánimo! ¡Lucharemos por nuestros hijos!” (http://www.publico.es/actualidad/495047/gamonal-la-lucha-de-un-barrio-obrero)

[5] “En Gamonal ha explotado la marginalidad urbana y social de un  barrio que es un engendro urbanístico, el penoso orgullo de paria en el que se han refugiado sus vecinos”, http://www.elcorreodeburgos.com/articulos-de-opinion/2014-01-18/gamonal-gana-y-gamonal-pierde.

[6] Sin duda no lo es, si atendemos a la pasión desplegada por los vecinos de Estambul, Sao Paulo, Río de Janeiro o…Detroit, donde resuena todavía el ritmo de la Tamla y crepitan los rescoldos de la Gran Rebelión de 1967 y del Dodge Revolutionary Union Movement, del White Panther Party y de MC5, de The League of Revolutionary Black Workers y del Black Worker’s Congress, y donde el orgullo detroiter de los vecinos insumisos ha puesto en marcha, en palabras de un viejo activista que no se ha cansado de bailar en las calles, “una agricultura urbana cada vez más sofisticada y una creciente red de escuelas alternativas; la resolución de conflictos basada en la vecindad; la iluminación de las calles mediante instalaciones solares caseras; la fabricación comunitaria usando los más nuevos talleres de fabricación digital (fab lab technology) y sistemas de transporte alternativos; un nuevo arte y nueva música y nuevos medios de comunicación; los bancos de tiempo, las cooperativas y otras formas de financiación creativa; las conferencias vía Skype y encuentros cara a cara con socios de todo el mundo para reimaginar el trabajo, las finanzas y la democracia” (Frank Joyce, “En Motown pasan cosas realmente buenas”, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=173610).

[7] http://www.publico.es/actualidad/495429/gamonal-no-quiere-volver-a-su-vida-amarga-y-continuara-con-las-protestas.

[8] Con esta feliz expresión se tituló una antología de textos contra el automóvil editado por la brasileña Editora Conrad, Apocalipse motorizado: a tirania do automóvel em um planeta poluído, Nedd Ludd, 2004.

[9] Como explica el colectivo Malpaís en un excelente estudio de esta cuestión, “la imaginación racionalista del urbanismo en torno a la ciudad parte de una premisa fundamental: su utopía es solo posible al margen de la propia ciudad” (“La muerte de la calle en la ciudad actual. Tres paseos por el PAU de Vallecas”, Malpaís nº 1, p. 21, Madrid 2014).

[10] Dies Irae. El síndrome de Gamonal, comunicado de Argelaga, del 5 de febrero de 2014, http://argelaga.wordpress.com/2014/02/05/dies-irae-el-sindrome-de-gamonal/.

[11] “El movimiento por el transporte gratuito en Brasil”, Viento Sur, http://www.vientosur.info/spip.php?article8611.

English Summary:


 

“Bright Lights, Big City. Gamonal’s Lights and Right to the City” analyzes the conflict of the neighbourhood of Gamonal in the Spanish city of Burgos, where the inhabitants rejected the construction of an avenue because it was threatening community life, and, to that end, organized street assemblies and violent clashes with the police. But Gamonal’s fight was not isolated; it relates to other urban insurgencies that have affected capitalist globalization with internationalist revolts: Tahrir Sqaure, Taksim Square, Oscar Grant, Sao Paulo. Rojo begins with a characterization of the contemporary “neocity”, the Consumopolis, where misery is so acute that “the drugs of hypnosis and brutalization, legal and illegal, chemical and digital, are the most successful of all commodities”. He outlines the process of the destruction of the old space of the city, rural communities and primitive urban spaces with all their contradictions, defects and utopian striving for the increasingly impersonal and amnesiac city of today, so amenable to the circulation of labour and consumption. And yet, he says, the old city refuses to die, however necessary this may seem, without a final word. The aforementioned uprisings of streets and city squares all implicate in some degree the question of the life or death of the city and the possibility of solidarity, spontaneity, and direct action at its heart. A new wave of conflicts between “capitalist urbanism”, which seeks to replace public spaces and the exchanges that occur in them with privatized spaces (parks razed and malls built ) and those inhabitants (Istanbul, Sao Paulo, Hamburg, Gamonal) who resist it are arising globally in defence of what “Elisée Reclus thought and wanted; that the city should remain the gathering of free men and women, where new ideas spring forth, and revolutions break out.” He outlines the history of Gamonal’s revolt, its characteristics and underlines especially, in addition to many converging causes, “another that belongs to the order of feeling and passion, even if it is a feeling and passion of hurt: the alarm caused by the destruction, decreed from above, of the everyday landscape”. A simple threat against a community, giving body to an absurd love and latent neighborhood pride; a feeling which neither Francoism, nor democracy and its shopping malls, nor the decomposition of the working class had yet managed to totally stamp out. He underlines that “well-intentioned reforms to “modernize”, “dignify”, “value” or “rehabilitate” working class or degraded historic neighborhoods…are always and everywhere a hypocritical excuse to deploy urban reforms at the service of capital, its objectives and needs, and not those of its inhabitants.” Paradoxes emerge from tendencies which seek to reduce car traffic for bicycle lanes and pedestrian walkways, which, while seemingly progressive on the surface, result in the “Trojan horse of gentrification”: attendant herds of tourists and the ultimate displacement of community necessities and inhabitants. In reaction to this arises the perhaps paradoxical but authentic attitude of the inhabitants of Gamonal, who seek after a “right to life in common, and the sovereign, autonomous and truly democratic power of discussion and decision in everything that city and life are concerned.” What, for instance, appears on the surface to be a reactionary defense of cars and parking spots actually evidences a defense of the community system of parking shifts in double rows; a system that demonstrates a level of confidence in one’s neighbour inconceivable to their so-civilized and foolish critics. He points to the inspired speech of a particular inhabitant at the assembly, who was not merely defending a harsh and bitter past way of life, but rather striving for a hope of building a stronger community for the future. This stronger life is ultimately a critique of the capitalist city in its entirety: “urbanism, capitalist urbanism, that is the only existing one, must cease to be synonymous with the city.” That community life is ultimately only possible in the absence of capitalism and the state; that “Gamonal’s struggle was not, cannot be, does not want to be, merely about an avenue; but about life without economic, political, physical, mental, or emotional tourniquets. And this fight is ours.”